jueves, 14 de mayo de 2020

EL NIÑO DELMUNDO

Fragmento de El Niño del Mundo, presencias en primera infancia.

DICIEMBRE 4

Diciembre es una época sabrosa por las brisas, su llegada a alborotar todo da inicio oficial al verano y a la recta final del año. Las fuertes brisas del Nordeste que desde el mar Caribe entran a tierra firme por La Guajira y alcanzan a llegar al Valle encajonadas entre las dos sierras hacen el calor más llevadero, ese mes los días son más frescos. Pero el Nordeste así de sabroso también incomoda porque trae tierra en grandes cantidades. Durante este tiempo hay que limpiar las cosas tantas veces como sea posible por la cantidad de polvo que viene con él, bañarse repetidamente para despercudir el cuerpo de la tierra volada que se le pega a uno y asear las casas enteras a cada rato, sobre todo para recoger la incalculable cantidad de hojas secas que la brisa lleva y trae y aparecen hasta donde menos uno se imagina. 

Con cuatro años recién cumplidos conocía bien el entorno de casa, los andenes cercanos así como las viviendas vecinas y sus patios, pero también empecé a ir más allá y pude disfrutar mejor la ciudad. En esa misión mis tíos eran cómplices, salíamos con ellos y mi hermano a recorrer las calles del Centro, de los barrios Cañagüate y Obrero agarrados de sus manos o montados en sus hombros cuando ya nuestras piernas cansadas nos obligaban a pedir ayuda. Todas las personas a quienes saludaban y con quienes se encontraban, sus amigos, también eran nuestros amigos, así fue que la ciudad pequeña e íntima y su festiva alegría que en  diciembre crece estrepitosamente se metió cariñosamente en la memoria. 

Con el tiempo los olores de la ciudad al igual que los siempre firmes olores de la casa se traducían en sensaciones, rostros, sorpresas, alegrías y hasta miedos; el aroma de las flores del Azahar de la India del patio, el olor de las arepas de queso y de los plátanos maduros asados al carbón cuando iba con La Crem, mi abuela, de mañanita a comprar la leche para el desayuno, claro el olor a leche y a los quesos, sentir el vapor de los bollos de mazorca, el olor a cajetas de cartón de las tiendas o el olor al aceite de motor mezclado con hierro cuando pasábamos frente a la reja del taller de maquinaria agrícola a una cuadra de la casa, allí un Pastor Alemán escondido entre las llantas de un enorme tractor siempre me sorprendía asustándome con sus ladridos monstruosos que me hacía correr más rápido que el mismísimo Nordeste. 

Diciembre es también el mes cuando más veo gente extraña por la llegada de las visitas, de los familiares, de los estudiantes, de todos quienes viven lejos fuera de la ciudad y llegan al encuentro inaplazable del fin de año en casa. Es el mes del cielo azulito, de las cometas coloreándolo de día y zumbando bajo él por las noches hasta el amanecer, de contar estrellas, de los foquitos de colores, de la música desenfrenada y de más pólvora, porque en Valledupar durante todo el año a cualquier hora y por cualquier motivo los cohetes retumban celebrando la vida pero en diciembre se multiplican así como las fiestas desde donde los lanzan. 

Ese mes las noches son frías. El clima cálido y seco que nos acompaña la mayor parte del año con el Nordeste cambia, las brisas hacen descender la temperatura por las noches: Si, hace frío. Así que a las ocho de la noche cuando en otras épocas casi todos estábamos en el patio oyendo cuentos de la gente, partidos del campeonato de fútbol o noticias en la radio, jugando o siendo arrullados con los cantos del Cucurucú, las picardías de Tío Conejo o los cuentos miedosos del Paralante y el Silvorcito en diciembre no era así, desde temprano ya todos estábamos al interior de la casa haciendo lo mismo pero adentro, escuchando además las voces del viento deslizarse entre los canceles de las ventanas y las celosías de las puertas y los techos, acompañar a las notas volátiles de caja, guacharaca, acordeón, de las guitarras, de los alegres cantos y carcajadas que desde algún patio del viejo valle revoloteaban consintiendo con su arrullo al espíritu de todos, ese mismo espíritu que vive con nosotros hoy y nos aparece de vez en cuando entre sueños y en la palpitaciones diarias del recuerdo.

A los cuatro años junto a ese diciembre me reconocí como un habitante más en este pedazo del Caribe colombiano.