Los niños y la guerra.
Alfredo Molano Bravo/Martes 14 Febrero de 2017
Alfredo Molano Bravo/Martes 14 Febrero de 2017
A propósito de las recientes críticas hacia el proceso de
paz por los supuestos incumplimientos por parte de las Farc-EP con los tiempos
para la entrega de menores de edad en sus filas, el periodista Alfredo Molano
-en su columna dominical- hace una reflexión sobre lo que representa la mayoría
de edad para el campesinado colombiano y las paupérrimas oportunidades que
ofrece el Estado para aquellos jóvenes que hacían parte de la guerra.
El caso de los niños en la guerrilla se ha convertido en la
última marcha publicitaria contra ella. Apelan a cualquier argumento,
fotografía, testimonio para disparar juicios y prejuicios sobre una premisa:
los niños son niños y deben estudiar, jugar y soñar. La convención de NN.UU.
sobre derechos del niño debió ser redactada por un grupo académico de personas
de la tercera edad nacidas en países desarrollados y ricos, donde el desempleo
es bajo, la escolaridad alta y hay miles de parques, gimnasios y campos
deportivos. Los niños en esos países trabajaron durante siglos cuidando ovejas,
hilando telas, limpiando máquinas y, claro está, siendo carne de cañón en sus
interminables guerras, para llegar a ese estado de civilización implícito en la
norma: niño es el que tiene menos de 18 años.
En Colombia, yo fui niño –según el código– hasta cuando
cumplí 21 años, pero desde los 15 tenía vellos, músculos en las piernas y ganas
de comerme el mundo. Los muchachos de la vereda donde nací trabajaban en sus
fincas desde los 12 años: apartaban vacas, ordeñaban, sacaban papa, levantaban
cercas. A los 16 eran hombres hechos y derechos: cargaban mulas con bultos de
cinco arrobas, enlazaban reses y las apegaban al botalón, y tumbaban árboles a
hachazo limpio. Las muchachas son adultas desde que pueden tener niños. Los
campesinos no nacen bebés sino niños y nunca saben quién es Santa Claus ni
tienen tablet; son adultos desde que pueden ganarse un jornal. El mismo
expresidente Pastrana, tan conservador y pendenciero, ha pedido muchas veces
que la mayoría de edad se reconozca a los 16 años cumplidos.
No es fácil entender mirando televisión que los guerrilleros
colombianos son en su gran mayoría campesinos y para más veras, colonos; que su
mundo es una vereda o una trocha, que su vida es el trabajo físico, y su gente,
su familia. La guerra los ha arrastrado. Les ha cambiado la rula por el fusil,
el padre por el comandante, la madre por un ideal. Los niños no se hacen
guerrilleros a la fuerza, su mundo se vuelve guerrillero y ellos en él, ocupan
el lugar que les toca. A la guerrilla no le interesa cargar más peso del que
tiene que echarse a los hombros y un niño en un combate es un fardo. Hay niños
y niñas cuyo único refugio amoroso son sus hermanos mayores guerrilleros; los
admiran y quieren ser como ellos. Y en lugar de hacer mandados en su casa,
buscan las filas para hacerse grandes. A muchos padres conviene porque un hijo
guerrillero es el acceso a un órgano poderoso. El esfuerzo físico para un
muchacho no es un castigo, es una condición en que despliega su cuerpo, sus
músculos, su personalidad. Una marcha de 12 horas con 25 kilos de equipo y un
fusil es la evidencia de que se es adulto, aun teniendo 16 años, así como lo es
en “la civil” tumbar una hectárea de monte para echarle candela.
En las zonas donde el Estado sólo muestra los dientes, donde
ir a la escuela es mermar la fuerza para sobrevivir, la guerrilla ha sido un
agente civilizador y lo es también para la muchachada que termina bachillerato
y tiene dos caminos: el del ocio forzado y el vicio, y el del ingreso a las
filas guerrilleras. A veces encuentra atractivas las organizaciones sicariales
o paramilitares. En la guerrilla los pelaos encuentran una razón de vivir, así
los ideales sean para ellos tan aéreos.
¿Qué futuro inmediato les ofrece el Estado con la paz?
¿Ponerse en manos de una institución autoritaria, fría, incapaz de controlar la
corrupción, el bazuco, el matoneo, como lo es Bienestar Familiar? ¿Retornar a
su familia, que está en gran parte en las zonas campamentarias? ¿Y qué hacer
con los niños que nacieron en la guerrilla o en sus zonas de influencia y
crecieron con madres sustitutas, vinculadas a la organización? ¿Con qué argumento
moral los reclama ahora un Estado que siempre los ha ignorado y abandonado?
Detrás del reclamo de los niños guerrilleros hay un
fariseísmo tronante. Se ha hecho pensar a la opinión pública que fueron
raptados, secuestrados, obligados a convertirse en máquinas de matar. Nada de
eso es cierto. Los guerrilleros lo son por ser campesinos y seguirán siéndolo
si se aclimata la paz. Si se trata de reconciliarnos, empecemos por decirnos la
verdad y mirarla sin miedo.
Publicado en: El Espectador
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